MULTITUDES

“Dichosos los que lloran,

porque serán consolados.”

Mateo 5:4.

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Tantos hombres soy, tantos hombres he sido, tantos hombres seré, y curiosamente, si me preguntan qué es lo que un hombre debe ser, de ser hombre yo me olvido. ¡Yo no sé! ¡Yo no sé! ¡Yo no sé! Soy sincero, me confundo, me congelo, me desvío. Sudo, permanezco pálido y enmudecido en medio de zaguanes extendidos por el calor.  Tiemblo mediocremente en baños malolientes, dejando que un chorro de vapor frío me reduzca entre la inmensidad de las baldosas blancas y sucias, cubiertas por cabellos y restos de jabón perfumado. Extiendo el manto nocturno, lo tejo y destejo, quito las estrellas como se quitan los botones de una camisa vieja. Tejo y destejo esperando al hombre que seré. No me preguntes nunca lo que un hombre debe ser.  De ser hombre yo me olvido. Yo me olvido de ser hombre, de tantos hombres que he sido.

Y me exijo casi a gritos que de todos esos hombres que he guardado entre los pliegues de mis manos encuentre alguno que funcione ¡Sácalo y te lo pones! ¡Usa alguno de esos hombres! ¿Qué hombre es el que debo ser? me pregunto. Y entre la infinitud de opciones no logro dar con uno que a mi cuerpo encaje. Unos me aprietan como zapatos de charol heredados de un bautizo consumado, otros pesan como ropas de patriarca.  Están aquellos que se riegan, se descuelgan, se deslizan por olanes de tafetán o por tiesos terciopelos brocados. Hay hombres demasiado hombres, otros que lo son, pero muy poco, los hay muy enclenques, muy erguidos, otros comprimidos, extendidos, muy pardos, disolutos, agónicos y crepitantes. Allá unos se deslizan por mi vientre, babosos y húmedos. Acá otros abren en mi espalda zanjas oscuras, inmensos barrancos cubiertos por el ruido estático de los televisores, por el murmullo de extraños que me acompañan, espectadores que me miran y no me ven, que me responden sin yo haber siquiera hablado. ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? Mis piernas tiemblan como pistones, se agitan de arriba abajo en invariables intermitencias; las manos se sacuden impotentes en su fría humedad, buscando la parte seca de la tela del pantalón meado. Las manos estrechan la tela, arrugan la tela, sujetan la tela, aplanan la tela, soban la tela, y las manos voltean, exploran la tela, y tiemblan las manos, ya no palpan la tela. Solo hay piel, vaporosa, tersa, tibia. Permanezco inmóvil en medio de la sala con el pantalón ya abajo y los muslos dispuestos para que los breviarios de la ira sean grabados allí donde el azar lo permita. Arriba está Cristo suspendido en el techo, desde sus misterios él me mira y me abraza en su piedad, compartiendo sus heridas con las mías, acompañando los arcanos de mis viernes dolorosos.

Sucede que ante el miedo de no tener nombre ni tener forma, las tripas se oscurecen por la bilis de la furia, la cara se alarga, los labios se hinchan ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? Pasa que no hay respuesta y solo se escuchan los gritos de llamadas precoces que se filtran por las líneas del teléfono pidiendo auxilio. 123,123,123, marca, espera y grita. Grita mientras el teléfono chupa la médula de tu alma temerosa con las ventosas de sus tentáculos. Sucede que ya no hay respuesta, solo se oye el jadeo mediocre de una voz que pide direcciones, que pregunta por el problema, pero no hay uno, sino muchos, hay tantos, tantos, a cántaros, que uno decide iniciar llorando,  tirándose de los escasos cabellos, y golpeando la bocina porque la mujer en la otra línea ya no es ella, sino Dios y es a Dios a quien le gritas. Sucede que solo dan ganas de diluirse y hundir los nudillos enfadados en la vestidura de los cerros para rasgar sus faldas vegetales. Sucede que el dolor es un lenguaje intransferible. Sucede que cuelgan, que no hay respuesta, que no hay ayuda.

Y dicen, dicen, dicen, tantas cosas dicen los que exculpan las virtudes de ese virus muy humano, de ese virus que se guarda oculto en el vocerío de ese río de aguamierda, de ese virus que lleva la materia de días intactos guardada maliciosamente en la aparente mansedumbre de las aguas que habita. Y dicen que para ser hombre se debían construir dos grandes diques en cada párpado y permitir que la corriente se contenga para siempre, como sangre coagulada, hematoma epidural. Construí dos diques: grandes pero delicados; con los años vi que el virus se incubó en el aguamierda encharcada, la corriente se enquistó, los diques desbordaron y los ojos se inundaron como vastos charcos de un profundo dolor negro. Y a todos los que dicen, que decían, que dijeron qué es lo que debe ser un hombre, les pregunté en algún momento qué significado había en ello. ¿Por qué ser hombre? ¿Qué es un hombre? Silencio, hubo mucho silencio. Un silencio ruidoso. Un silencio agobiante. Nadie dijo palabra. Solo hubo silencio.

Quizá los hombres son Magdalenas, Marías y Evas: lapidadas, despojadas, desterradas. O quizá son Nerones, Calígulas, Pizarros: asesinos, déspotas, sanguinarios. Quizá los hombres son las flechas incrustadas como joyas en el desnudo torso de San Sebastián. Son la piedra que lapida y la carne apedreada. Los hombres son los Cristos que te miran desde arriba allá en su altar y son el rejo que te abre llagas en los muslos, son la orina nerviosa y cálida que se hospeda en calzoncillos blancos. Quizá son fuete y crucifijo, son castigo y son perdón. Quizá se guardan en las noches y se ahogan en sus diques, quizá son río y son represa. Son agua persistente, vastísima, fresca. Lluvia henchida sobre el lomo de las avenidas. Quizá son el agua que se estanca, que se pudre, que se muere. Quizá el hombre es golpe y hematoma. Es páramo y ciénaga. Es ruido y es silencio. Quizá los hombres son las voces autómatas de canales inaudibles, son voces y ventosas. Son ortiga, son orquídea. Quizá el hombre es Lorca y el fusil que lo mató. Quizá los hombres son el virus, y el virus es el hombre. Quizá su cuerpo es el templo construido con barro y olvido, el ardor que calienta andenes de calles desiertas. O quizá su cuerpo es una plaza extensa, es memoria y multitudes. Yo no soy un solo hombre, los contengo a todos juntos. Yo no soy un solo hombre pues contengo multitudes: soy Adán, soy Eva, soy su estirpe.

Y al pensar lo que es ser hombre, siento en mi corazón un vago temblor, un temblor que estremece dulcemente las aguas, disminuye la crecida, sacude al virus. Y siento en mi corazón el griterío de una parvada de loros que pasan sobre mi cabeza en verde algarabía. Y al pensar lo que es ser hombre, siento en mi corazón temor. Algo se detiene, los loros roen las vestiduras de la noche y migran hacia donde habita el olvido.  Ahora, de repente, en la mitad de la noche, el cauce se acrecienta y trae sobre su espalda un sin fin de chapolas negras que se reposan inmóviles sobre las aguas turbulentas. Hoy la materia más secreta supura un olor incierto, un olor a chapola negra. El olor de las chapolas que cubría la pared del baño, allí se hospedaban vigilándome, aferrándose eficazmente a las baldosas sucias de la ducha, alzando vuelo una vez yo apagara la luz. Hoy la materia más secreta supura un olor incierto, un olor a chapolas negras, a chapolas que vuelan sobre mi cabeza, persiguiéndome por el zaguán derretido, por el zaguán extendido y eterno, formando intermitentes sombras sobre el suelo. Solo hay terror, mucho terror. Hoy la materia más secreta supura un olor incierto, un olor a chapolas negras, como el olor que desprendía el fuete enfundado para marcar mis piernas, mis costillas. Hoy la materia más secreta supura un olor incierto, un olor a sudor agrio que emanaba de las manos de un verdugo en calzoncillos.  Hoy la materia más secreta supura un olor incierto, un olor a chapolas negras, un fuerte olor a anís. Hoy la materia más secreta supura dolores negros, dolores que se guardan en los ojos de aquel Cristo suspendido. Y ya el río del recuerdo no guarda aguas mansas y los Cristos no me miran y los loros emigraron hacia tierras más fértiles.

Hoy la materia más secreta supura dolores negros, dolores que se guardan en las profundidades de ese río. Hoy la materia más secreta supura un olor incierto, infectado con el virus de aguamierda y regaliz. Hoy la materia más secreta supura un olor incierto, el olor de multitudes que se cargan sobre mi espalda. No me preguntes nunca lo que un hombre debe ser.  De ser hombre yo me olvido. Yo me olvido de ser hombre de tantos hombres que he sido. ¿Qué es lo que debe ser un hombre? – me preguntas, mientras lloro como un niño.

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Para Alejandro, por su gran amistad y su inmenso amor.

 

 

 

 

 

 

 

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