Reflexión III sobre Glenn Gould

Ya he anotado previamente algunas ideas que se me ocurren a propósito de él y su naturaleza cuando escucho sus piezas. He dicho —a manera de ejemplo— que había una analogía que representa la silla de Gould con respecto a la soledad en mi vidapues no hablo allí de otra cosa sino de mi propia soledad, la que yo experimento en virtud de ser yo —así como otros la experimentan de otro modo por el hecho inevitable de ser uno mismo—. Un tiempo después, retractándome de esta idea tan confusa, dije que Gould mismo establecía una especie de sincretismo con ciertas piezas de Bach cuya experiencia personal y última recaía en el sentimiento de nostalgia. Creía entonces que era de ese modo debido a dos argumentos bastante simples, así: por una parte porque ese tipo de pieza sincrética  —hablo de la Gould-bach—— me genera una sensación de nostalgia; y por otra parte, porque creo que Gould, en su carácter individual, encarna el sentimiento nostálgico en tanto los elementos que lo constituyen a él como pianista. 

De modo que en esa postura nostálgica de los elementos constitutivos de Gould, encontré varios elementos que defendían la afirmación rara según la cual Gould mismo era una idea de nostalgia para mí. Ejemplificaré mi postura para intentar dejar de ser ambiguo y oscuro, cosa que no es a propósito, pues la dificultad propia del oficio todavía no está aprehendida para el principiante como yo. En aquél texto empecé a creer que su voz acompañando las piezas musicales no eran simples ornatos de estas. «Ay, mirá, se le escucha la voz al fondo», diría yo hace mucho tiempo. Al contrario de esa idea, tenía —y hoy quiero confirmarla en este texto— la impresión de que su voz era una forma de recordarse a él mismo en su niñez.

Por fortuna el señor Gould ya murió, así no hubiera tenido la penosa labor de falsear a un hablador.

Gould se movía sobre su silla —¿Por qué no puedo hacer el perfecto morfológicamente del pasado de mover? Gould ya dejó de moverse, pobre, hasta el español le pone trabas, tarareaba y cantaba las canciones porque fue la forma en la que se guiaba cuando aprendía en su infancia con su madre: esta tarareaba las canciones para que el infante Gould pudiera identificar la melodía mejor; y él mismo marcaba el ritmo con su cuerpo, con sus manos, y con su voz para apoyarse; pero ese apoyo que en un principio fue una guía, ya adulto me perecen señales de que es la forma de recordarse a él mismo, de saber; o si se quiere, de saberse él. Saberse uno mismo lo encuentro un sentimiento nostálgico.

Y no exageraría al decir que todo este sentimiento nostálgico lo encarna propiamente la relación que tiene él con su silla; dice de esta luego de que alguien le preguntara por su silla aludiéndose como algo que odia —en broma, claro—: «You will not speak dissrespectfully of a member of the family», a lo que el hombre responde, «cómo que un miembro de la familia», y Gould mientras se saca el abrigo y la bufanda responde «It is a boon traveling companion. Whithout which I cannont operate, it is beneath me for 21 years», luego hablan unos segundos más y Gould suelta una joya que hasta hoy me sigue desconcertando, pues dice que jamás dio un concierto o que haya tocado en su estudio sin su silla; es más que su compañera de viaje. Aclaro no saber de cuando es esa entrevista, pero seguro que estaba joven aún.

Ante de continuar, señores y señoras, debo aclarar que mi excusa de hoy es un juego narrativo sin ningún propósito más que la propia distracción. Continuaré.

De modo que, ¿qué pasaría —radicalizando mis opiniones anteriores sobre este— si Gould tocara algo en lo que no pudiera sentarse en su silla, algo como un órgano? Yo me puse en la labor de buscar si Gould tenía piezas interpretadas en órgano, esta se veía inspirada por un espíritu místico o cabalístico. Pues tenía la impresión de buscar sin mucho éxito la pieza original, y sí muchos replicantes, o sea, gente que no tenía la esencia de Gould.

La idea de encontrar esa pieza significaba un quiebre de la imagen que he construido de él, quizás, con esta prueba, me daría cuenta que lo que he dicho de él es una proyección infantil de mí mismo, un patetismo escolar y juvenil. Pero luego de pensarlo me he dado cuenta de que no solo yo tengo una proyección personal en los demás, me inclino a pensar que todos lo hacen en sus propios entornos íntimos y de las cosas que los constituyen históricamente. Así, como yo lo hago en un muerto, otros podrán hacerlo en sus hijos, en su personaje favorito de su novela favorita, —la repetición no es descuidada—, o en lo que sea; esta proyección es un encuentro consigo mismo, y me atreveré a defender que no solo esta, sino que  la idea que encarna el acto de proyectarse a sí mismo en otro es una forma de comprenderse a sí mismo.  Es una forma de salirse al camino uno mismo en sentido heideggeriano.

Ignorando el patetismo, encontré que Gould sí había tocado algunas piezas en órgano, y solo una vez. Si alguien me explica como subirlas a alguna plataforma fácil y sin tener que registrarme en algo, las puedo subir acá, si ese alguien quiere. Retomo, estas piezas son de The Art of The Fugue —las produjo Sony Classical—, y,… yo no sabía qué pensar con respecto a estas piezas de tan excelente ejecución. Y aunque es un Gould completamente distinto —desde luego esta distinción la condiciona el instrumento y su forma de tocarse—, no deja de deslumbrar por su propia interpretación de la pieza. Debo confesar que no es la parte de Gould que más me guste, pero suelo escucharlas desde que las descubrí; eso dirá algo de mi patetismo todavía más.

No repararé más en esto, la búsqueda de las piezas de órgano fue un fatalismo mío. Sin embargo, en mi búsqueda me encontré con otras piezas de las que yo no tenía mucha idea; por ejemplo, encontré unas piezas de Gould tocando el Clavecín (o el clavicordio, no lo sé). Las escuché varias veces (hablo de  estas piezas particularmente: Prelude & fugue no. 9 in E major (BWV 878): minuto 38:43 y  Prelude & fugue no. 14 in F-sharp minor (BWV 883): minuto 43:17 de este video) y me enganché tanto porque estas sí eran notablemente distintas en sentidos similares con el Gould de piano, pero no tan radicales como en el Gould del órgano. Encontré que había un elemento nuevo, y que hacía falta uno de los ya recurrentes.

Ojalá se me conceda el derecho a mencionar esta pequeña arrogancia, pero identifiqué fácilmente lo primero —tampoco era muy difícil—: en fragmentos de BWV 883 toca con más fuerza algunas teclas del clavecín de tal forma que se escucha el choque de la tecla contra la madera del instrumento. Y aunque esto pareciera cosa normal del fervor de la pieza, pienso que a aquello le antecede un acto intencional por acompañar la pieza con este golpe, así como también lo es su voz y el rechinar de su silla. Son declaraciones del propio Gould por su obra.

«¿Y el rechinar de la silla?», me pregunté extrañado, pues era lo que no escuchaba. Cerraba los ojos para intentar concentrarme sin éxito; pero me conformé por un momento con el único sonido de silla que encontré, esto antes de mi revelación, en el minuto 49:07-08 del mismo video cuando a Gould parece escuchársele un saltico que hace con su silla, su madera rígida se escucha avanzar en un golpe inconsciente para estar más cómodo. Consternado por mi obsesión me di cuenta de un hecho evidente que había obviado por completo, ¿cuál sería el año en la que tocó esa pieza? «porque en ese caso estoy ante un dilema muy serio, pues él pudo haber tocado con su silla en su juventud —tesis que me parece factible— cuando esta no rechinaba, o tocó en una silla distinta para interpretar el clavecín», me dije a mí mismo en voz alta.

Pero pensar en estas preguntas me arrojaron a una conclusión íntima: yo creía que la silla de Gould había sido siempre vieja. Todavía más, ¿qué tal yo me esté inventando eso de las voces del tipo, y que cada vez que le hablo a alguien de esto solo asiente porque no quiere trabar con un loco? ¿Tendré cara de loco? ¿Será, acaso, que la gente tiene una cara particular? ¿Será cierto eso de que las formas estructurales de la cara son señal de una personalidad, como denuncia aquella máxima popular «usté tiene cara de loco», y que ese cuento de la fisionógmica podría ser cierto? Seguramente tendré cara de loco, y lo confirman cuando me escuchan hablar de un pianista obsesionado con la perfección y que a pesar de repetir cientos de veces una pieza decide dejar deliberadamente su voz, y sonidos externos de la pieza tales como el rechinar de su silla o el tecleo vehemente en las grabaciones. Y como no quieren porfiar con alguien así, deciden darme la razón en todo. «Ohhh, sí. ¡Lo escucho!» dicen algunos; otros al menos más escépticos me miran a los ojos con extrañeza, «hmmm. No sé, ¿está seguro?», me replican, a lo que yo les respondo, «sí, sí. Ahí está, solo tiene que escuchar bien». Me miran. Estoy seguro que piensan, «no escucho una mierda», mientras tanto yo los miro con los ojos iluminados hasta que los hago decir, «Ahhh, sí, claro. Ya la encontré».

A esto lo he llamado el delirio del cristiano. En el repertorio de frases de Jesús estaba una muy propia de su estilo, pa’ tramar y el asunto, esta es «el que tiene oídos para oír, oiga» (Mt. 11;15). Vaya afirmación. Está tratando a sus seguidores de gente conocedora, dispuesta a escuchar una verdad sorda para los oídos no iniciados. Pero la cosa no queda acá, pues Jesús no da su brazo a torcer con los tibios, pues afirma todavía más que: «no deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos; porque no las rehuellen con sus pies, y vuelvan y os despedacen» (Mt. 7;6). En definitiva, el evangelio es para los que decidan oír y creer en una verdad absoluta que solo ellos son capaces de comprender y que no pueden ofrecer a cualquiera. El hermetismo no es cosa nueva. Aunque Mt 7;6 dice una verdad, pues no vaya a ser que «las rehuellen con sus pies, y vuelvan y os despedacen».

Hagamos el recuento. Los locos, tanto como los cristianos escuchan voces de personas que no existen; los segundos son elegidos, mientras que los primeros, bueno, no sé cómo hacerse loco; pero sobre todo hay una radical diferencia entre estos, los primeros quieren compartir su locura, en tanto los segundos solo la necesitan para alabarse ellos por la noche, porque creen que son los únicos a los que les es debido entender.

 

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