Introducción de la entrada del blog
Llevo escribiendo este texto hace ya varias semanas. Debo reconocer que nunca me había tomado tanto trabajo empezar y continuar un texto, cualquiera que sea. Pero creo que esa dificultad es la demostración de las cosas que defiendo en esta entrada. La introducción dice que es un texto sobre la soledad, pero no es cierto. Analizando en conjunto lo escrito aquí, creo que son una serie de opiniones inconexas sobre la personalidad. No defiendo nada en particular; solo que si se lo pillan, se darán cuenta que hay un rasgo particular fundacional.
Introducción del texto
Desde que era mucho más joven de lo que soy ahora no me sentía tan abrumado por mis pensamientos. Esta sensación se ha convertido en una emoción de desazón que está afectando directamente la forma en la que me relaciono con los demás, en cómo decido afrontar mi vida, y sobre todo, en cómo me considero a mí mismo.
No quiero pensar que esta desazón es equivalente a la depresión. Siento, al contrario de estar deprimido, que esta desazón viene de querer sentir tanto. Resulta irónico que en mi anterior entrada haya concluido que estaba dispuesto a sentir. Ahora mismo sentir me duele, me fastidia, me abruma a tal punto que somatizo dicha desazón en dolores físicos e incluso dolores emocionales. Pero el punto de hoy no es cómo decidí dejar de ser consecuente conmigo mismo —aspecto que encuentro demasiado difícil en mi caso—.
Me temo, para tristeza mía, que el tema de hoy es sobre la mismavaina de siempre: la existencia y lo cotidiano. Pero trataré un ingrediente que he empezado a usar en los últimos días con mucha potencia, este es: la soledad. Contaré, a modo de crónica —al menos un intento muy pobre, porque en efecto no es una crónica— cómo he vivido mi soledad en los últimos meses. Sin embargo, como esto es hijueputavida y no un blog marica sobre la vida de cualquier persona, defenderé la siguiente tesis: la soledad en mi vida es como la Silla de Gleen Gould. Adicional a esto, quiero mostrar con una serie de incisos que acompañarán mi texto sobre cómo este Julián que existió entre mayo y el presente ha sido el más conflictuado consigo mismo que ha existido durante la existencia de Julián.
*** Inciso 1 necesario para continuar
Siempre he creído que Seinfeld es una biblia de carácter filosófico sobre lo cotidiano, siento que es un retrato absurdo de nuestras relaciones insospechadas con los demás. Hay varios temas clásicos en mi repertorio de chistes —en realidad no son chistes, lo chistoso es la existencia misma— que saqué de Seinfeld. Pero así de momento quiero que revisar el siguiente caso de la vida real:
En un episodio de la octava temporada (no recuerdo el episodio, lo siento) Elaine tiene un conflicto consigo misma debido a una presión social que se ejerce sobre ella inadvertidamente. En el espacio temporal del episodio, The English Patient estaba estrenándose en las salas de cine, y todos sus amigos, compañeros de trabajo y jefe fueron a verla. Todos la adoraron. Esta vieja entonces se pregunta cuál es la maricada con esa película, entonces va al cine y la ve. La detesta, obvio. Su percepción de la película es el siguiente: «un drama patético».
Elaine, luego de acabar una reunión cualquiera de trabajo, su jefe le pregunta si ya vio esa película. Ella, para evitar un conflicto con este man, le dice que no la ha visto puesto que previamente este man dice: «es exquisita, es una joya del cine». Bueno, va, la ve de nuevo, y la odia más.
Entonces, siento que esta percepción del gusto general responde a un interés por el estatus de determinadas poblaciones. Me explico brevemente:
Qué chimba que la gente vea Solaris de Tarkovsky, o Persona de Bergman, o Paris Texas de Wenders, o Ciudano Kane de Welles, o El Último Tango en Paris de Bertolucci, o cualquier película que se diga de ella: «es de culto, tienes que verla». Qué bien que lo hagan. Ahora, el discurso del deber-ver responder a una necesidad de estatus de determinadas poblaciones.
Esto quiere decir que las películas, al igual que los libros y la música son productos culturales, es decir, es una producción dirigida a determinado público que los consume. De modo que hay distintos productos culturales para distintos públicos. Transformers no está dirigida al mismo nicho cultural que 2046 de Wong Kar Wai. Y así con todos los productos culturales.
El punto que intento mostrar tan oscuramente en estos pasajes es que no hay diferencia entre la persona que se ve El Paseo y The Ravenant de Iñarritu. A pesar de guardar diferencias sociales y culturales, ambos conjuntos son un producto de la industria mediática. Que una película pegue en determinados grupos sólo es muestra de que la industria tiene claro los comportamientos, intereses, ideales de belleza y gustos de estos. Después de todo, entre ver una película aclamada con respecto a una comercial es lo mismo: soy un producto cultural construido por una vastísima red de conocimientos, relaciones e intereses. Yo no me hice, me hicieron. Soy un tremendo producto cultural posmoderno.
Y como he estado tan conflictuado conmigo mismo decidí pasarme el deber-leer, el deber-ver, el deber-escuchar, y el deber-ser, por el mismísimo trasero. Crearse a sí mismo bajo estas premisas resulta difícil. Implica salirse de un sistema del cual dependo completamente. Gadamer ya lo dijo en Verdad y Método. Si lo recuerdo bien, su principal ataque a la ilustración radica en que esta pretende ignorar que el sujeto es una construcción social. En otras palabras, el individuo no puede construirse desde cero, sino su construcción depende suficientemente —no necesariamente— del entorno en el que nació y creció.
Imposible no estar conflictuado con esto.
***Fin inciso 1.
Sobre cambiar de opinión
El tema del cual voy a escribir es nuevo. No creo que haya escrito antes sobre este en hijueputavida o en otro lugar. A pesar de esto, es un tema que ha estado recurrente y presente en casi todos mis encuentros humanos: la soledad. Sin embargo, tengo la sensación de que la soledad como la entiendo se ha hecho cada vez más poderosa e invasiva en mi existencia a medida que crezco.
En esta sección revisaré mis apuntes sobre lo que pienso de Gould, su silla, y mi soledad; pues, como anuncié en la introducción, hablaré de la soledad en la medida que establezco vínculos con la silla de Glenn Gould.
Para empezar, no cometeré el error de creer que todos los que leen esto conocen a Gleen Gould, y mucho menos, a la silla de Gleen Gould.
Cuando tenía 16 años odiaba a Gleen Gould. Me parecía un viejo patético que arruinaba las grabaciones tarareando las piezas. Sus movimientos, que veía a través de videos de yutú, me parecían grotescos y desmedidos. Y lo que más me molestaba de todo eran sus interpretaciones de mis piezas clásicas favoritas en esa edad.
De modo que, en cambio de originalidad, autenticidad, y genialidad yo buscaba lo usual, lo que debería-sonar —el canon—. Por esta razón, por ejemplo, las interpretaciones de Karl Ricther de los conciertos de Branderburgo me parecían sublimes. Iban rápido, no se detenían en los detalles coquetos de la pieza y yo apreciaba la obra en su totalidad. No quiero que se piense que estoy desmeritando la interpretación de Richter. Al contrario, hoy creo que si no la hubiera escuchado, no apreciaría la genialidad de Gould. De manera que, siempre que salía en Yutú un video de Gould lo saltaba, y así me regocijaba entre lo canónico.
Después de mucho rato, por ahí a los 20 años, quise retomar los clásicos de mi juventud: Beethoven, Bach, Brahms, Tchaikovsky, Schubert, y algunos clasiquitos de Vivaldi. Así que empecé por los viejos conocidos: Richter, Yo-Yo Ma (aunque este de canónico tiene muy poco, me gustaba mucho), Szymon Goldberg, Ton Koopman, incluso a mi favorito de todos los tiempos como director: Bernstein.
Para ser sincero, la figura de Gould nunca me llamó la atención, pero estaba tan fascinado con el quinto concierto de Branderburgo que decidí explorar otras interpretaciones, distintas a las que ya había escuchado en mi juventud. Pues bien, abrí el video de Gould dispuesto a lo que fuera. Es decir, si Gould me disparaba con versos de la pura calle, lo aceptaría. Lo quería de este modo.
Fue tal el impacto que tuvo en mi vida, que actualmente, no hay semana que no pase sin que yo no escuche, aunque sea, el primer movimiento de esa interpretación. Es bellísima. Yo no entiendo mucho del tema porque no sé de música, pero por lo poco que leí de esa interpretación entiendo la genialidad de Gould. Resulta que este él tocó en un piano con ciertas características una pieza que tiene que tocarse en un instrumento similar al clavicordio. Y lo mejor de todo, es que suena mejor que en clavicordio.
Ahora, dejando de lado los aspectos técnicos en su interpretación, entendí, por primera vez en mi vida, que él es uno con su interpretación.
Dejé a un lado los cánones musicales para interesarme por la pasión, por las emociones que pueden sentirse con una variación. Es decir, deje de ver la música clásica como un asunto puramente académico —idea que tenía muy arraigada en mi sistema debido a la clase de formación y educación que recibí de niño por mis padres— para apreciarla en su totalidad.
Siento que las manías de Gould construyen la obra como un todo desligable. Empezaré mencionando que Gould canta cada una de las piezas que toca. No he escuchado una pieza de Gould en la que no se escuchen de fondo sus murmullos, gruñidos y tarareos. Sus movimientos de autista hacen parte del espectáculo: son notas sordas que me hacen sentir lo que él siente. Ahora, de entre todas las cosas que hace Gould hay una que empezó a llamar mi atención: su silla.
Gould tocó cada concierto y grabación de cámara con su silla sin excepción —según mis registros jaja—. Si su silla no llegaba, no tocaba piano. Así de genio era para ser tan caprichoso.
Uno pensaría que esto es un arrebato infantil, ¿cierto? Yo pensaba eso cuando noté que la altura de su silla era la de un niño, puesto que las teclas del piano le llegaban a la altura del mentón. Pues bien, después de todo es una silla para niños: en ella aprendió a tocar piano, mientras su madre le enseñaba. Gould creció con ella, y así como sus manías de moverse descontroladamente, de acercarse demasiado a las teclas, de mirar al cielo por largos lapsos mientras toca, de sudar desmedidamente, de gruñir, cantar, tarearear, de hacer de movimientos simples en el piano gestos difíciles, su silla hace parte de él y su música. Entendí que él y su silla son uno mismo.
Gould tocó con ella hasta que se murió. Ahora anda en un museo como pieza de exhibición, desde luego no por sus cualidades estéticas, sino por el valor asignado que esta tiene. O sea, fue la silla de Gould. Pero así, sin él, ya no vale nada esa silla. Si yo la viera por la calle, pensaría que es una silla vieja.
La Silla y yo.
Una vez explicada mi admiración por Gould es hora de entrar en los detalles de mi texto. La conclusión general de mi argumento es que la soledad se transforma, igual que la silla de Gould. No crean que Gould mandó a repisar la silla, olvídense de esa idea. La silla envejeció como envejecen los que no tienen plata: una chimba.
Hay videos en los cuales Gould ya tendría sus buenos 40 años, donde se aprecia que su silla ya no tenía la espuma, y solo quedaba la estructura de madera. Imagínense el dolor de nalgas tras tocar sentado en ese visaje por tres, cuatro, cinco horas.
Lo que pretendo hacer en este punto es establecer una especie de isomorfismo de dos estructuras: mi soledad y la silla de Gould. De modo que en un primer momento mi soledad, al igual que la silla de Gould (de ahora en adelante me referiré a la silla de Gould como: La Silla) era apacible y cómoda. Luego, en otro momento de la existencia, dependía de ella a pesar del dolor que le generaba para existir.
En mi vida empecé a reconocer la soledad como una característica que me definía desde muy joven. Siempre pensé de mí mismo como alguien solitario, a pesar de estar rodeado e inmerso en diversos espacios sociales, y a pesar de desenvolverme muy bien estos. Pero la soledad era cómoda, podía lidiar con ella fácilmente. No me atormentaba esta soledad, no era pesada, no generaba angustia, en fin. Era una sensación más con las que convivía a gusto.
Esta soledad tranquila se caracteriza por poder ser apaciguada, por poder olvidarla al momento de entablar una conversación. Desaparecía y aparecía. Adicional a esto, podía estar conmigo mismo porque yo no representaba un peligro para mí mismo, no me preocupaba la existencia, y mucho menos me preocupaba la consciencia de la soledad. Sabía que era un simple momento por el que pasaba a ratos.
Finalizando mi adolescencia, por ahí a los 18 o 19 años, empecé a notar una ausencia insospechada de la soledad. No me sentía solo bajo ningún motivo. Siempre estaba ocupado, siempre pensaba en idioteces y no lidiar conmigo mismo era una opción a la que recurría constantemente. De modo que la soledad era un monstruo que me atormentaba no por su presencia, sino por su ausencia. Es decir: me preocupaba la idea de que no me preocupara la soledad. Esta idea era potente en su momento.
Pero al igual que La Silla para Gould, la soledad hace parte del predicado Julián. En esa época, yo no era yo. Era Nicolás—mi otro nombre—, tal vez; pero Julián, nunca.
¿Pero en qué momento Gould se dio cuenta que La Silla era tan importante?
Precisamente cuando se dio cuenta que su forma de tocar piano estaba condicionada por diversos factores que lo construían: los recuerdos de su madre, la comodidad de esa época. Siento que La Silla era la forma de Gould de contenerse a sí mismo: era su propio contenedor. No había una escala distinta sino su propia escala. Así, pues, La Silla le recordaba la paz que representaba tocar piano. La Silla lo era todo.
Así mismo, me empecé a dar cuenta que yo mismo era soledad, que necesitaba de esta para poder tener momentos de extrema euforia social, y luego de reposo personal. Quien me viera por primera vez pensaría que soy alegre y entrador. Eso no es cierto, eso no sucede si en un primer momento no me siento solo previamente. En otras palabras, como que había momentos marcados de soledad que me permitían recuperarme de situaciones sociales. Justo como lo que siento que significaba La Silla: un objeto que recuerda los momentos felices de su vida.
Sobre lo duro que es ser adulto
Ahora bien, últimamente la soledad ya no se presenta en un equilibrio como lo hacía a mis 18 años. Ahora me siento solo todo el tiempo a pesar de estar en situaciones sociales cómodas para mí. Como que La Silla se quedó sin espuma y ahora me talla el culo.
Es incómoda y a pesar de eso la necesito. Pero ahora es una relación de dependencia dolorosa con la que no sé lidiar. La Silla ya no representa las cosas buenas de mi vida, ya no me recuerda a lo feliz que fui, a los momentos claves de la existencia: me recuerda que soy un ser finito lleno de angustia que necesita de ciertas cosas para ser, como la soledad.
Me cuesta trabajo pensar con claridad, me cuesta estar con otros, y lo más importante: tengo que lidiar conmigo mismo. Lidiar consigo mismo no resulta tan sencillo últimamente, me genera dudas, me atormenta porque he empezado a tener la sensación de que no tengo claro quién soy.
Esta, es pues la segunda premisa de mi argumento. La Silla a pesar de ser lo que es —según lo descrito arriba— hace parte de la personalidad de Gould; es una extensión de su existencia. O sea, que Gould no sería él sin su silla.
Al no tener muy claro quién soy yo, la soledad no se convierte en un bálsamo reconfortante sino en una constante tormenta que me reta. Últimamente he tenido severos —entiéndase severo en su acepción clásica. No como en: «perro, severos pisos», sino, como: «mi papá era severo en sus castigos»ؙ— conflictos conmigo mismo sobre la clase de opiniones que tengo sobre distintos temas; me he conflictuado porque no he aceptado que La Silla es un elemento que conforma mi personalidad —y opiniones—, sino que es un elemento del cual deseo deshacerme.
Esta idea es confusa y quiero tomarme el tiempo para tratarla en cuidado.
Asumamos que La Silla es un elemento clave de la personalidad de Gould; según lo que he dicho hasta ahora esto es cierto. De modo que asumiré, dado el isomorfismo, que la soledad es un elemento clave de mi personalidad. Por una parte, Gould no quiere deshacerse de su silla a pesar de que le talla el culo; al contrario, la necesita para ser. Por otra parte, yo lucho con un rasgo de mi personalidad. Así pues es clave preguntarse ¿por qué Gould quisiera deshacerse de su silla? O ¿por qué yo quisiera deshacerme de la soledad?
Entonces, el conflicto está dado por el choque entre mi necesidad de deshacerme de la soledad y mi propia existencia. Este conflicto ha repercutido en la forma en la que me aproximo a mi vida. Ahora bien, como mencioné, me cuesta trabajo formar una opinión propia de las cosas debido a que, en este preciso punto e instante de la existencia, no sé quién soy yo.
No sé quién soy yo porque quiero deshacerme de un rasgo que creí fundacional en mi vida.
La pregunta es válida de hacer nuevamente: ¿Por qué quisiera deshacerme de La Silla?
Eso es precisamente lo que no entiendo. Qué conflicto, ¿no?
Pero siento que esta discusión hace parte de mi personalidad: el mismo conflicto es un rasgo de esta.
Supongo que así como cambié de opinión sobre Gould así mismo cambiaré en los rasgos fundacionales de mi personalidad. Y esta, es la clave de mi argumento: la soledad se transforma al igual que La Silla. Supongo que hay que dejarla ser, y no ejercer coerción sobre lo que quiero que sea mi puta Silla. Ella es una silla cualquiera sin mí, pero no es La Silla sin mí.
3 comentarios sobre “Apuntes inconexos sobre la personalidad”